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Morriña

Un botijo en el poyete de la ventana. Una bicicleta BH. Un balón “de reglamento”. El cesto para ir a la tienda. Las tardes de verano, jugando en la calle. Las tormentas de gotas gordas que amenazaban, sin lograrlo, con estropear esas tardes. Los libros del curso pasado, que no había que devolver al centro y se pasaban el verano dando tumbos por el dormitorio. El helado, que era una excepción para días especiales. Las salidas al campo o a las piscinas
municipales los domingos. Los primos de fuera, que en verano iban y venían…

Todo eso es para mí la morriña del verano de mi infancia. Seguro que había muchas más cosas, pero éstas son las que me vienen rápidamente a la cabeza cuando lo pienso. Todas esas cosas, y muchas más, que corrimos para dejar atrás. Casi tanto como ahora nos gustaría correr para tenerlas delante.

Hemos relacionado desarrollo o superación con dejar de lado algunas cosas que nos hacían la vida más fácil, más sencilla, más feliz, mejor.

Quizá porque corrimos tanto y no nos paramos a pensar en ellas, ni a despedirnos, no desaparecen y con el tiempo volvemos a rememorarlas. Si eran tan malas o había tanta prisa en superarlas, ¿por qué ahora se las contamos a nuestros hijos como si aquello fuera el ejemplo de la vida idílica a la que ellos deberían aspirar?

Las personas “mayores” nos siguen dando lecciones, incluso pasados muchos años desde que se fueron. Nos siguen demostrando que hemos podido evolucionar y avanzar a un mundo más tecnológico y global, pero que ello no nos ha hecho más felices ni mejores personas. En cambio ellos, con todas las carencias imaginables, sabían lo que era la risa, la solidaridad, la felicidad de lo sencillo, la riqueza de lo básico. Quizá por eso miraban con ojos incrédulos y expresión de menosprecio los avances que nos empeñábamos en ponerles delante, diciéndoles que no entendían el mundo, que les había adelantado y no se habían dado ni cuenta. ¡Pobres de nosotros, que pensábamos que estábamos construyendo la modernidad, cuando eran otros quienes lo hacían a costa nuestra!

Ya sé que es una imagen irreal de un mundo duro, lleno de adversidades y penurias. Por eso llama la atención que no tengamos la idea de la necesidad de salir de él, sino la admiración hacia quienes pudieron vivir, y no solo sobrevivir, en aquel escenario que se nos antoja en blanco y negro, aunque estaba lleno de vivos colores.

Tantos años después, seguimos sin darnos cuenta de que en el andar del camino nos dejamos atrás el objetivo que perseguíamos. No era otro que conseguir una sociedad que debía traer igualdad, capacidad para afrontar los retos, sentimiento de comunidad. Todo eso se olvidó y se sustituyó por el ansia de tener, de poseer, de estar por encima.

La competitividad, que parece el mantra que debemos inculcar a nuestros hijos desde pequeños, no era esto. No se trataba de ser capaces de avanzar pisoteando a los demás sin ni tan siquiera sentir el más mínimo remordimiento o la necesidad de mirar atrás.

Alguien, en algún momento, nos convenció de que para ir más rápido debíamos soltar las manos de los que teníamos al lado.

Nos supieron vender la idea de que la prosperidad iba unida a un crecimiento irreal que nos iba a hacer a todos más ricos. Irreal porque se basaba en la mentira del carácter ilimitado de los bienes.

Ya sabemos que no hay más para repartir. En el mejor de los casos, hay lo mismo y se lo siguen repartiendo los mismos, en una lucha sin cuartel que se desarrolla en un tablero mundial en el que las piezas seguimos siendo nosotros, los que aspiramos a mejorar con las migajas que se les caen de las comisuras. Y tan enfrascados estamos que no nos damos cuenta de que hemos perdido los valores que nos hicieron pretender emprender la huida. Ayudando, o justificando, además a bloquear a quienes, defenestrados de sus casas y de sus tierras, convertidas en bienes de negocio, intentan acceder a esas mismas migajas. Los creemos nuestros enemigos, sin que tengamos la fuerza de mirar arriba para identificar a los auténticos responsables.

Ahora hay cientos de iniciativas que intentan recuperar aquello que fuimos. Apelaciones al bien común, a la solidaridad y la empatía, a la reconexión con la Tierra. Muchas de ellas suenan vacías casi antes de empezar. Otras apuntan a un breve disfraz de más de lo mismo. Otras, las menos, son la única esperanza. Y por eso son atacadas y destrozadas por quienes se juegan su estatus en mantener las cosas como están. Cuentan con la pasividad y la falta de ganas de luchar de quienes aún no sabemos que tenemos mucho que ganar. No nos damos cuenta de que a nosotros nos va lo mismo, o quizá más, en conseguir dar un giro radical, desde la raíz, a las cosas.

Disculpen el tono, quizá motivado por la morriña que impregna las calurosas tardes de verano. El caso es que no hay ningún deje de derrota en mis palabras, sino todo lo contrario. Creo que entender que ni aquello era tan maravilloso ni esto es lo que nos vendieron, es el primer paso para empezar a quererlo cambiar.

Y mucho ojo, que no caigo en la autocompasión. Nos lo pudieron vender porque lo quisimos comprar. Y en cualquier momento, a poco que nos despistemos, nos lo volverán a vender. Ya tienen en ello a toda su poderosa maquinaria de marketing, publicidad y empresas del ocio, que continuamente nos hacen un llamamiento a que no pensemos, a que dirijamos nuestras fuerzas a pasarlo bien. ¿Y luego?, luego ya veremos.

De momento, con estas líneas, despido, espero que temporalmente, mi colaboración quincenal en este medio. Espero haber contribuido a que pasen unos momentos amenos y a haberles hecho pensar en algún momento. Me daría por satisfecho con ello.

Quizá también por ello haya salido este tono de recuerdo y nostalgia a estas notas. Quizá todo se deba a que ya tengo morriña, como la tenemos por todo lo que perdemos o dejamos atrás, solo por el hecho de hacerlo.

Nos veremos pronto, o no. Pero les añoraré igual.

 

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